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AlejandroGómezCangas

Las abstractas figuraciones de Alejandro Gómez

Desde las acumulaciones objetuales de Arman, los inventarios fotográficos de concentraciones humanas realizados por Andreas Gursky hasta las multitudes nudistas del  globetrotter Spencer Tunick, el concepto de aglomeración ostenta un recurrente protagonismo en la historia del arte contemporáneo.  Sucede que muchos partidarios de la manipulada “autodeterminación” terminan por aborrecer estas fórmulas por considerarlas instrumentos retóricos expuestos a la severa exigencia de los cambios. Sin embargo, basta evocar un relato de Edgar Allan Poe titulado El hombre de la multitud (1840), para admitir que la repetición es un fenómeno que involucra a todos los actores locales de todas las épocas cercanos o distantes al contexto global del arte y la vida.

Se trata de un asunto tan ancestral como vigente. Los seres humanos estamos condenados al infinito círculo de las repeticiones, ese mismo eterno retorno que un precursor de la maldad filosófica (el delirante creador de Zaratustra) quiso meternos en la cabeza para que acabáramos siendo tan infelices como él. De lo cual se desprende una cadena de secuelas: no puede existir el poder sin la masa, ni el Uno sin la complicidad o sumisión de los Otros. Semejante trama paradójica domina al sujeto moderno, obligándolo a definir su “lugar en el mundo” regido por el vaivén de los intereses en juego.

No hace falta contagiarse de referentes teóricos como Gustave Le Bon o Elias Canetti para ser un artista cubano que pinta multitudes. Todos los mortales nacidos en la Isla después de 1959 crecieron bajo el influjo de las concentraciones populares destinadas a encarnar el gran performance político de la Revolución Cubana. Tal vez esta fue la primera y definitiva intuición consciente que tuvo Alejandro Gómez, para luego fijarla en lienzos donde afirmación y negación se diluyen en una situación de “extraño vacío” como guiño al espectador que persigue en vano una respuesta convincente.

Algo similar ocurre al fundirse la idea de un “ser distinto” al resto de la gente o la sensación de que “en la unión está la fuerza”. Así nos detenemos ante esa masa de la que formamos parte de una u otra manera. La esencia radica en que la congestión no significa tumulto irreverente o disturbio organizado. Lo “reconfortante” es la presencia de quien se levanta de una grada y le obsequia un espaldarazo a la concurrencia, usa gafas oscuras o cierra los ojos para tragarse el grito de estar rodeado por una soberbia mentira.

La confusión que generan estas personas reunidas por un “azar concurrente” alcanza salvarlas del panfleto o la herejía. Ellas simplemente están ahí, pasivas físicamente como obediencia o activas mentalmente como simulacro.  Nadie imagina la dosis de convicción o disimulo agazapada tras esa dificultad para esbozar una sonrisa. De esta forma, las manchas y luces en el tratamiento de la figura humana pretenden rendirle tributo al magisterio de Joaquín Sorolla y, de paso, sugieren decirnos que estos seres padecen de un extravío que no los conduce a ninguna parte. La quietud pictórica de estos registros fotográficos en movimiento suele conllevar a una inercia mental. La rebelión puede derivar en una larga y tortuosa procesión interior, suficiente para compartirse entre sueños y pesadillas. Como si el tiempo de las ovejas descarriadas culminara en una vertiginosa eternidad.

Ese efecto brechtiano de identificación-distanciamiento también consigue despertar el instinto de rebeldía en los negados a integrar la “filosofía del mayor número” en detrimento de componer la “filosofía de la Historia”. ¿Será posible que un admirador de estas “retinianas congestiones” quisiera ser uno de esos figurantes con una identidad tan homogénea como tan falsa? Vale añadir que la “era de las muchedumbres” anunciada por Le Bond en su tratado Psicología de las multitudes (1898) desembocó en una intuición profética de Adolf Hitler: “Las masas tienen la necesidad de temblar”. Después Canetti reconocería en Masa y poder (1962): “No hay nada que el hombre tema más que el toque de lo desconocido”. La enajenación latente en los rostros de Alejandro Gómez revela ese miedo de partir sin compañía alguna en busca de lo incógnito.

Un detalle curioso es el “rol dramático” de quienes garantizan la tranquilidad ciudadana en uniformes de trabajo. Aquí el policía “a ras de tierra” no determina el orden, sino que se diluye en esa pérdida del centro orgánica en los integrantes del batallón virtual donde se con-funden víctimas y verdugos en el entramado de la hegemonía concreta. Vaciados de contenido autoritario, los vigilantes reales que tantas veces aparecen “cuando ya es demasiado tarde o ya no hacen falta” devienen en meras figuraciones simbólicas, comparables a robóticas abstracciones o marionetas de hilos invisibles que yacen siempre bajo el mismo sol de hormigas y serpientes que nunca se miran a los ojos.

La ambigüedad es el pretexto elegido para relacionar una condición política y apolítica, figurativa y abstracta, real y virtual. Ese impostado “activismo político” que representan las masas siguiendo el camino correcto o girando en espiral provoca que se conviertan en siluetas oscuras que reflejan a sus dueños como un perro sin dientes para morder a su amo. Sería inquietante contemplar una multitud de sombras dispersas en un lienzo tan gregario, colorido y engañoso como la pobre Isla que alimenta este quehacer visual.

Esta producción visual amenaza con disfrutar de una preocupante longevidad. Parece lejana la hora en que desaparezcan los motivos que le facilitan al pintor documentar fotográficamente esa apoteosis de la contaminación populista, para luego recrearla en cuadros de notable escala que serán igualmente celebrados por los mismos que aplauden la fidelidad de “un pueblo aguerrido y humilde” desde sus cómodos butacones. La belleza pictórica de esta serie plagada de “fragmentos a su imán” oculta el horror de ser una cifra más en el inconsciente colectivo de los perdedores sociales. Ya se antoja inaplazable que la ficción totalitaria de multitudes rumbo al futuro resulte un chiste añejo del kitsch político, blanco perfecto al desafío purificador, circunstancia decisiva para que Alejandro Gómez sienta la urgencia de reinventarse como un artista capaz de mutar.

 

Héctor Antón Castillo

La Habana, enero de 2012